

Emma siempre se había sentido atraída por el viejo roble al borde del bosque. Sus ramas nudosas parecían susurrar secretos al viento. Una tarde lluviosa, mientras exploraba las raíces, vio algo que brillaba en la tierra: un relicario de plata deslustrado, medio enterrado y olvidado. Le temblaron los dedos al abrirlo, revelando una foto descolorida de una mujer que le resultaba inquietantemente familiar.
Esa noche, Emma soñó con una mujer vestida de blanco, de pie bajo el mismo roble, con lágrimas corriendo por su rostro. La mujer susurró un nombre —”Clara”— antes de desaparecer en la niebla. Emma despertó sobresaltada, con el relicario aún en la mano. Decidida a descubrir la verdad, regresó al bosque al amanecer, solo para encontrar huellas frescas que se adentraban en los árboles.
Siguiendo el rastro, Emma se topó con una lápida desmoronada, oculta bajo una espesa hiedra. La inscripción decía: *”Clara Whitmore, Hija Amada, 1898-1912″.* Se quedó sin aliento: la chica del relicario había muerto hacía más de un siglo. Justo entonces, una brisa fría sopló entre los árboles y el relicario se congeló en su palma. Una suave voz resonó: “Gracias por encontrarme”.
Emma corrió a casa con el corazón latiéndole con fuerza. Al día siguiente, regresó para colocar el relicario en la tumba de Clara. Al darse la vuelta para irse, el viento meció las hojas, sonando casi como una risa. Los susurros del bosque por fin habían encontrado la paz, y Emma también.
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