

Nadie sabía realmente cómo sería esta Navidad.
El abuelo falleció en marzo, y desde entonces todo había sido más tranquilo. Las cenas de los domingos, los mensajes familiares, incluso la forma en que la abuela contestaba el teléfono: más suave, como si aún guardara espacio para que su voz interrumpiera.
Intentamos no presionarla. Le dijimos que no tenía que venir. Le dijimos que lo entenderíamos.
Pero la mañana de Navidad, allí estaba ella. Peinada, con el pañuelo planchado y el pintalabios rojo, igual que solía usar para él. Dijo: «Se quejaría si me quedara en casa. Dijo que la Navidad no espera a nadie».
Aún así, cuando llegó el momento de recibir regalos, parecía que iba a romperse.
Hasta que mi prima le entregó la caja. Sin papel de regalo. Solo un lazo plateado y una tarjetita en una esquina: «De Él».
Sus manos temblaban incluso antes de abrirlo.
Dentro había una fotografía grabada en vidrio del día de su boda: ella con encaje, el abuelo con ese impecable traje azul marino, ambos riendo como si el mundo se hubiera detenido para ellos.
Debajo, decía: «Te amo más. Todavía te amo».
Se tapó la boca y dejó escapar un sonido: mitad llanto, mitad risa. Y entonces brotaron las lágrimas. Pero no eran abundantes.
Eran lágrimas de alivio, como si algo finalmente se hubiera liberado dentro de ella, algo que ni siquiera sabía que se aferraba a él. Fue como si, en ese instante, el abuelo hubiera regresado a ella, aunque solo fuera por un instante.
Todos nos quedamos allí, observándola, sin saber qué hacer. Nadie esperaba que reaccionara así. La abuela siempre había sido fuerte, el tipo de mujer que lo superaba todo, sin importar las circunstancias. Pero ahora, con esa foto en sus manos, sentía que por fin se permitía el duelo, sentir de verdad lo que había estado reprimiendo durante meses.
Habíamos intentado prepararnos para la idea de que la Navidad sin el abuelo sería diferente, que sería un momento de tristeza, una silla vacía en la mesa, un silencio que resonaba por toda la casa. Pero no habíamos considerado cómo lo manejaría la abuela. Siempre había sido el corazón de nuestra familia, y sin el abuelo a su lado, era difícil imaginar cómo seguiría adelante.
Pero al observarla en ese momento, me di cuenta de algo. No estaba sola. Aún nos tenía. Tenía sus recuerdos, su fuerza, y de alguna manera, el amor que ella y su abuelo habían forjado durante décadas seguía vivo, grabado en su corazón, entretejido en todo lo que hacía.
—Mamá —le susurré a mi madre, que estaba a mi lado con los ojos llenos de lágrimas—, ¿cómo hiciste…?
Mamá sonrió suavemente. “Yo no lo hice. El abuelo se aseguró de que tuviera algo para recordarlo”.
Mi mente daba vueltas. Todos pensábamos que el abuelo estaba demasiado enfermo para pensar en la Navidad, que en esos últimos meses se había centrado en encontrar la paz con su propia muerte. Pero, al parecer, había estado planeando algo mucho más especial de lo que ninguno de nosotros imaginaba. Sabía que la abuela necesitaría algo, algo que le recordara que su amor no terminaba con su muerte, que continuaría mucho después de su partida.
Volví a mirar la tarjeta guardada en la esquina del portarretratos. «De Él». Era todo lo que necesitaba decir. El abuelo lo había planeado todo con antelación, dejándonos un regalo, no solo para la abuela, sino para toda la familia. Había sabido demostrarle con precisión que su amor por ella no estaba ligado a un lugar, una estación ni siquiera a un tiempo. Era eterno.
La habitación quedó en silencio, salvo por el suave sonido de la abuela secándose las lágrimas. Sostuvo la foto contra su pecho como si fuera lo más preciado del mundo. Y en cierto modo, lo era. Una muestra de amor, un recordatorio de que incluso cuando alguien se ha ido físicamente, su presencia aún perdura.
—Sabes —dijo finalmente, con la voz un poco quebrada—, voy a estar bien. He estado muy preocupada por estas vacaciones, por cómo me sentiría sin él. Pero ahora… puedo sentirlo conmigo. Siempre. En todo.
Las palabras de la abuela flotaban en el aire, y podía ver en sus ojos la paz que se instalaba. Todos estábamos muy preocupados por cómo afrontaría esta primera Navidad sin el abuelo, pero ella nos estaba mostrando algo mucho más profundo. Nos estaba mostrando cómo seguir adelante, cómo honrar la memoria de alguien sin perdernos en el dolor de su ausencia.
Más tarde esa noche, después de cenar y de que la casa se sumiera en un tranquilo murmullo, la abuela me pidió que la ayudara con algo. La seguí a la cocina, donde tenía una cajita en la encimera. Dentro había más regalos, cada uno envuelto en un sencillo papel marrón, con las esquinas desgastadas por años de uso.
“Tu abuelo y yo empezamos esta tradición hace mucho tiempo”, dijo, mirándome con una sonrisa cómplice. “Siempre nos hacíamos pequeños regalos, cosas inesperadas, pequeños recordatorios de cuánto nos queríamos. Quiero mantener viva esa tradición este año”.
Me conmovió el gesto. No tenía por qué hacerlo. Pero quería hacerlo, porque para ella el amor no se trataba solo de grandes gestos ni de momentos perfectos. Se trataba de las pequeñas cosas, de los gestos cotidianos de bondad y cariño que forjaban recuerdos para toda la vida.
Mientras pasábamos los regalos, me di cuenta de algo. Todos esperábamos el día en que el dolor se hiciera demasiado intenso, cuando la ausencia fuera demasiado grande para compensarla. Pero aquí estábamos, no solo sobreviviendo sin el abuelo, sino viviendo. Seguíamos las tradiciones, los recuerdos, el amor. Y al hacerlo, lo hacíamos sentir orgulloso.
Recibí el regalo de mi abuela: un diario pequeño y sencillo, encuadernado en cuero. No era gran cosa, pero era perfecto. Me recordaba el amor de mi abuelo por las palabras, por escribir, por capturar momentos. Ya me imaginaba llenando sus páginas de historias, de recuerdos, igual que él. Quizás algún día se lo pasaría a mis hijos, igual que él me había transmitido su pasión por contar historias.
La noche terminó tranquilamente, pero con una sensación de satisfacción inesperada. Sentada en la sala, con las luces del árbol de Navidad titilando suavemente, pensé en todo lo sucedido. En cómo el dolor había estado tan presente en los primeros días, en cómo aún perduraba en nuestros corazones. Pero esta noche, algo había cambiado. La abuela había encontrado la manera de honrar la memoria del abuelo, no aferrándose al pasado, sino celebrando el amor que habían compartido, el amor que perduraría en todos nosotros.
Y en eso, comprendí la lección más importante de todas: el amor no termina cuando alguien se va. Se transforma. Se convierte en parte de nosotros, se entrelaza con nuestra esencia. Lo llevamos con nosotros, en los momentos difíciles y en los buenos, en las fiestas y en los momentos cotidianos. El amor no es solo un regalo que damos a los demás, es el regalo que recibimos a cambio, algo que permanece con nosotros para siempre.
Así que, cuando te enfrentes a una pérdida, no tengas miedo de abrazar el amor que queda. Puede que no siempre sea como esperas, pero está ahí, en los recuerdos, los gestos, las tradiciones. Y si tenemos suerte, encontraremos la manera de mantenerlo vivo.
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